El
señor Rondón
Aquél mastodonte de un metro noventa de altura más o menos, de piel
blanca pero sucia de no bañarse, mostachos que casi se unían a la barba de diez a quince días sin rasurar aproximadamente y ataviado con un percudido y
deshilachado pantalón que alguna vez pudo haber sido de color beige o quizás gris, subía jadeante,
sudoroso la larga pendiente que lo conduciría hasta la cresta de la montañuela.
-Me llamo Rondón- -José
Rondón- -dijo, balbuceando con gran esfuerzo, al tiempo que bajaba de sus
anchos y fornidos hombros una pesada maleta también raída y por demás
descolorida que colocó a la orilla de la vereda.
Como escrutando,
recorrió con la mirada la enclenque
figura de aquél muchachito de apenas unos nueve años, pero fijando insistentemente
sus ojos en la vianda que Lupercio traía, la cual despedía un agradable olor que se colocaba por entre la ranura del
recipiente cubierto con una servilleta de trapo y que Rondón había percibido, como lo hiciera un sabueso
hambriento. Se trataba del almuerzo para Don Nicasio.
A pesar del temor que le
causó la presencia de aquella enorme figura, Lupercio no pasó
desapercibida la necesidad que mostraba
ese hombre a través de su semblante demacrado. Movido por una fuerza interior
que no entendía, pero cuyo efecto sintió en su corazón, Lupercio, conmovido, y
sin pensar en las consecuencias, desató la vianda, extendió la servilleta a
manera de mantel improvisado y allí a la
orilla del camino le ofreció la comida al improvisado comensal. Rondón, con
desesperación comenzó a devorar aquél opíparo banquete, pronunciando a
intervalos un ¡gracias!, y apartando con su brazo velludo las migas de pan y de
guiso que se deslizaban como gruesas burbujas desde su boca hasta la barba amarillenta.
Terminado el festín y satisfecho, el hombre se despidió de su anfitrión
poniendo cariñosamente su mano sobre la cabeza de Lupercio en señal de
agradecimiento, y tomando su maleta continuó cuesta arriba volviendo a cada
momento su mirada hacia su bienhechor, quien lo vio alejarse hasta perderlo de
vista, no sin enfrentarse ahora a una
fuerte batalla en su mente, pues conocía muy bien el carácter áspero e
intransigente de su prima Encarnación. Si le contaba la verdad, sabía que no le
creería y hasta le abriría la boca como buscando una evidencia de que Lupercio
se había comido el almuerzo, y así castigarlo como se merecía, por lo que pensó
en una mentira que le permitiera salir de aquella situación y evitar así el
severo castigo.
En eso pensaba, cuando recordó lo que aprendió de sus padres cristianos
y que repetían sus maestros en la escuela dominical de la capilla: “…todos los mentirosos tendrán su parte en
el lago que arde con fuego y azufre…”, (Apocalipsis 21:8), y, “…el diablo cuando habla mentira de suyo
habla pues es mentiroso y padre de mentira…”, (Juan 8:44).
Privó el temor a la Palabra
de Dios y Lupercio optó por decir la verdad de lo sucedido, lo cual obró como
una medicina a su conciencia infantil.
Con voz trémula pero decidida, llegó
hasta donde su prima:
-Prima Encarna-
-le apostrofó- - No pude llevarle la comida al tío Nicasio-
-¿Cómo dices?- -
Repítelo-
-Bueno… fue que en el camino
encontré a un señor hambriento, sentí lástima, y… bueno… le serví el almuerzo a
la orilla del camino…-
-Pero… ¿Estás diciendo que
le diste el almuerzo de papá a un desconocido, y encima vienes a contármelo así
frescamente como si nada…?-
-Bueno… es que yo…
-¡Cállate, imbécil! ¡Entra!
-¡Pero si yo…!-
Asiéndolo con fuerza por el
brazo que casi se lo descompone, lo introdujo a la casa y…
Lupercio recibió “su
merecido”, pero en su mente y alma había mucha confusión: ¿No lo enviaba su tía
Encarnación a casa de la “Niña” Cipriana a recibir lecciones de catecismo para
recibir el bautismo? ¿No rezaba ella en “el cuarto de los santos” para que el
cura del pueblo lo encontrara apto para el seminario? Por ello se desataba en
su alma un caudaloso río de contradicciones, dudas, temores, que le ocasionaban
terribles pesadillas nocturnas. Se encontraba solo en aquella serranía, y sus
padres estaban a muchas leguas de allí, ignorantes de tal situación. No
encontraba a quién contarle sus problemas. Se acordó que la Biblia dice: “…echa sobre Jehová tu carga y Él te
sustentará…” (Salmo 55:22). Así lo
hizo. Por lo cual recibió mucha
fortaleza y confianza.
En cierta ocasión, Lupercio,
pasando cerca de la Jefatura del pueblo; escuchó el alboroto de un grupo de
personas quienes , con con piedras y palos estaban a la puerta de la Jefatura
Civil forcejeando para entrar y vociferando: ¡Es un ladrón, un ladrón…!
¡Sáquenlo para darle su merecido y que nos devuelva nuestras pertenencias!
Lupercio se acercó, y de
manera furtiva, pudo deslizarse por entre el grupo, y pegado a la celda que
casi daba hacia la calle. Observó:
No podía entender aquello.
Amoratado y con señales de flagelo en varias partes de su cuerpo, Rondón permanecía
tirado en el piso, indefenso. Quiso entrar y ayudarlo según le permitieran sus
fuerzas, pero fue inútil. No le dejaron entrar.
Desde entonces la tristeza y
el dolor no abandonaron a Lupercio.
Prometió, no obstante, que aunque tuviera que sufrir otro castigo no cambiaría
sus sentimientos al encontrarse con personas que necesitaran de su ayuda.
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