sábado, 25 de agosto de 2012

Las experiencias de Lupercio



El señor Rondón

Aquél mastodonte de un metro noventa de altura más o menos, de piel blanca pero sucia de no bañarse, mostachos que casi se unían a la  barba de diez a quince días sin rasurar  aproximadamente y ataviado con un percudido y deshilachado pantalón que alguna vez pudo haber sido de  color beige o quizás gris, subía jadeante, sudoroso la larga pendiente que lo conduciría hasta la cresta de la montañuela.
      -Me llamo Rondón- -José Rondón- -dijo, balbuceando con gran esfuerzo, al tiempo que bajaba de sus anchos y fornidos hombros una pesada maleta también raída y por demás descolorida que colocó a la orilla de la vereda.
       Como escrutando, recorrió  con la mirada la enclenque figura de aquél muchachito de apenas unos nueve años, pero fijando insistentemente sus ojos en la vianda que Lupercio traía, la cual despedía un agradable olor  que se colocaba por entre la ranura del recipiente cubierto con una servilleta de trapo y que Rondón  había percibido, como lo hiciera un sabueso hambriento. Se trataba del almuerzo para Don Nicasio.
      A pesar del temor que le causó la presencia de aquella enorme figura, Lupercio no pasó desapercibida  la necesidad que mostraba ese hombre a través de su semblante demacrado. Movido por una fuerza interior que no entendía, pero cuyo efecto sintió en su corazón, Lupercio, conmovido, y sin pensar en las consecuencias, desató la vianda, extendió la servilleta a manera de mantel  improvisado y allí a la orilla del camino le ofreció la comida al improvisado comensal. Rondón, con desesperación comenzó a devorar aquél opíparo banquete, pronunciando a intervalos un ¡gracias!, y apartando con su brazo velludo las migas de pan y de guiso que se deslizaban como gruesas burbujas desde su boca hasta la barba amarillenta.
Terminado el festín y satisfecho, el hombre se despidió de su anfitrión poniendo cariñosamente su mano sobre la cabeza de Lupercio en señal de agradecimiento, y tomando su maleta continuó cuesta arriba volviendo a cada momento su mirada hacia su bienhechor, quien lo vio alejarse hasta perderlo de vista, no sin enfrentarse  ahora a una fuerte batalla en su mente, pues conocía muy bien el carácter áspero e intransigente de su prima Encarnación. Si le contaba la verdad, sabía que no le creería y hasta le abriría la boca como buscando una evidencia de que Lupercio se había comido el almuerzo, y así castigarlo como se merecía, por lo que pensó en una mentira que le permitiera salir de aquella situación y evitar así el severo castigo.
En eso pensaba, cuando recordó lo que aprendió de sus padres cristianos y que repetían sus maestros en la escuela dominical de la capilla: “…todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre…”, (Apocalipsis 21:8), y, “…el diablo cuando habla mentira de suyo habla pues es mentiroso y padre de mentira…”, (Juan 8:44).
      Privó el temor a la Palabra de Dios y Lupercio optó por decir la verdad de lo sucedido, lo cual obró como una medicina a su conciencia infantil.
      Con voz trémula pero decidida, llegó hasta donde su prima:
-Prima Encarna- -le apostrofó- - No pude llevarle la comida al tío Nicasio-
-¿Cómo dices?- - Repítelo-
      -Bueno… fue que en el camino encontré a un señor hambriento, sentí lástima, y… bueno… le serví el almuerzo a la orilla del camino…-
      -Pero… ¿Estás diciendo que le diste el almuerzo de papá a un desconocido, y encima vienes a contármelo así frescamente como si nada…?-
      -Bueno… es que yo…
      -¡Cállate, imbécil! ¡Entra!
      -¡Pero si yo…!-
      Asiéndolo con fuerza por el brazo que casi se lo descompone, lo introdujo a la casa y…
      Lupercio recibió “su merecido”, pero en su mente y alma había mucha confusión: ¿No lo enviaba su tía Encarnación a casa de la “Niña” Cipriana a recibir lecciones de catecismo para recibir el bautismo? ¿No rezaba ella en “el cuarto de los santos” para que el cura del pueblo lo encontrara apto para el seminario? Por ello se desataba en su alma un caudaloso río de contradicciones, dudas, temores, que le ocasionaban terribles pesadillas nocturnas. Se encontraba solo en aquella serranía, y sus padres estaban a muchas leguas de allí, ignorantes de tal situación. No encontraba a quién contarle sus problemas. Se acordó que la Biblia dice: “…echa sobre Jehová tu carga y Él te sustentará…”  (Salmo 55:22). Así lo hizo. Por lo cual recibió  mucha fortaleza y confianza.
      En cierta ocasión, Lupercio, pasando cerca de la Jefatura del pueblo; escuchó el alboroto de un grupo de personas quienes , con con piedras y palos estaban a la puerta de la Jefatura Civil forcejeando para entrar y vociferando: ¡Es un ladrón, un ladrón…! ¡Sáquenlo para darle su merecido y que nos devuelva nuestras pertenencias!
     Lupercio se acercó, y de manera furtiva, pudo deslizarse por entre el grupo, y pegado a la celda que casi daba hacia la calle. Observó:
      No podía entender aquello. Amoratado y con señales de flagelo en varias partes de su cuerpo, Rondón permanecía tirado en el piso, indefenso. Quiso entrar y ayudarlo según le permitieran sus fuerzas, pero fue inútil. No le dejaron entrar.
      Desde entonces la tristeza y el dolor  no abandonaron a Lupercio. Prometió, no obstante, que aunque tuviera que sufrir otro castigo no cambiaría sus sentimientos al encontrarse con personas que necesitaran de su ayuda. 

No hay comentarios: